DESASTRES NATURALES Y REPARACIONES EN PUEBLOS DE ORIGEN LACHE DURANTE LA COLONIA.
- albaluzbonilla
- May 1, 2022
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Updated: Nov 6
Abreviaturas:
A.G.N.: Archivo General de la Nación.
A.R.B.: Archivo Regional de Boyacá.
A.P.CH.: Archivo Parroquial de Chita.
T: Tomo. f.r: folio recto. f.v.: folio verso. Leg.: Legajo.
Los desastres naturales siempre han acompañado a la humanidad y estuvieron presentes en tierras que formaron parte de la confederación lache durante el período colonial.
El propósito de este artículo es describir tres casos que sucedieron en los pueblos de indios del Cocuy, Guacamayas y Chita; narrar las angustias y luchas de los habitantes al afrontar las agobiantes situaciones y la búsqueda de soluciones, en medio de las dificultades que se vivían.
En el Nuevo Reino de Granada se presentaron desastres naturales graves como terremotos, temblores, deslizamientos, incendios e inundaciones. En 1743, en el actual altiplano cundiboyacense hubo un gran terremoto y fue muy grave en los municipios de Fómeque, Chía, Cota, Une, Usaquén, Santafé de Bogotá y otros nueve pueblos más, donde la tierra tembló, se escucharon ruidos en el interior de la tierra, grandes deslizamientos, pérdida de vidas humanas, destrucción de muchas viviendas, de cosechas, deterioro de sus iglesias y destrucción total de las ermitas de Monserrate y Guadalupe. (Salcedo-Hurtado, Gómez Capera, 2013, pp. 115-118)
En los resguardos de indios la iglesia era la construcción más importante; en la plaza de los “poblados” se ubicaba la iglesia, la casa del cacique, la cárcel y las casas de los indios principales (Herrera, 1996 pp. l0-13), de esta manera “en la superposición de poderes hispanos sobre los indígenas, la iglesia se convirtió en el nuevo centro del cacicazgo por analogía con la función del cercado o casa del cacique” (Wiesner, 1981, p. 289). A esta iglesia estaban agregados los vecinos dueños de estancias y otros blancos y mestizos, que, por su condición de pobreza, arrendaban tierras en los resguardos.
En el “pueblo del Cocuy” (A.G.N. Visitas Boyacá T. 19 fs. 72 r.-212 v.), el 19 de marzo de 1791, el cura doctrinero Nepomuceno Amancio Monsalve informó en carta al Virrey José Espeleta, que “amaneció ardiendo el templo”, pues en medio de una tormenta de truenos provino tal desgracia de un rayo o centella que cayó a las 11 de la noche; no hay otra causa a la que se pueda atribuir. A las tres y media de la mañana se vio el incendio y acudimos con el esfuerzo imaginable, pero los techos de la capilla mayor, todo el cuerpo de la iglesia y el coro cayeron “en tierra abrazados”; el baptisterio quedó todo vencido y se desplomó un pedazo de pared de ocho varas; solo se favorecieron dos capillas y la sacristía. El corregidor del partido Don Mariano Vargas Machuca informó que todo el altar mayor, el sagrario con las especies sacramentales, Ntra. Sra. de la Purísima Concepción, una imagen de retablo de San Jerónimo, una de bulto de Santa Lucía, Santa Águeda, San Miguel, San Juan y el altar de Ntra. Sra. la Antigua, “y toda la techumbre de la Iglesia se vino a tierra, cuya dolorosa vista mueve a compasión”. Sólo se rescataron las ropas de la sacristía, vasos sagrados y algunas imágenes.
En agosto del mismo año, “Diego Tocancuba, indio teniente, capitán del pueblo del Cocuy y Panqueba” (pues los dos pueblos recibían la doctrina juntos desde antes de 1602) solicitaba al gobierno de Santafé información sobre las diligencias que se habían enviado desde marzo para la reconstrucción de la iglesia. Al respecto, el corregidor propuso vender un pedazo de tierra llamado “Orgóniga” y con su valor y otra corta cantidad, reconstruir la iglesia para no cargarle todo al Real Erario; pero el cura decía que para nadie era un secreto que el suegro del corregidor, Don Antonio Herrera, “vecino colindante” de la parroquia del Cocuy, tenía mucho interés en esta tierra.
En el mes de julio el corregidor citó a tres vecinos del pueblo, como testigos, para averiguar sobre las condiciones de la iglesia, de los indígenas y de los vecinos agregados. Así mismo nombró a Manuel de Vera, vecino de Chiscas, como oficial de carpintería y experto en albañilería para explorar y reparar los daños de la iglesia e inspeccionar el material útil. Solamente encontró cinco vigas y unas tablas del coro e hizo un avalúo del arreglo por 1.036 pesos y seis reales. Como los indígenas ya tenían fabricados tejas y adobes, les preguntaron sobre el valor y respondieron que no, que ellos “no dan por interés alguno sino por servir a su iglesia”. Todos los documentos se enviaron a Santafé, pero se devolvieron, hubo que completarlos con el número de indígenas, 575 entre hombres y mujeres, 25 vecinos y los materiales que podían utilizarse y se enviaron nuevamente.
La aprobación llegó en abril de 1792 y se iniciaron los pregones, primero en “el pueblo del Cocuy”. El indio pregonero salió a la plaza durante 30 días y en voz alta, repitió tres veces al día: “Quién quisiere hacer postura a la obra de la Santa Iglesia del pueblo del Cocuy, que se halla avaluada en la cantidad de un mil treinta y ocho pesos, con la advertencia, que de dicha cantidad se ha de rebajar el importe del material que han acarreado los indios de dicho pueblo”. También se pregonó en las parroquias y pueblos de la comarca y en agosto en Santafé, en algunos por más días, otros menos, según las posibilidades, pero no salió postor.
A finales de 1795, el cura Eustaquio Parra solicitó ayuda al Virrey para la construcción de la iglesia, porque los indios se podían cansar y de pronto se iban con los tunebos y “se acabará el culto por nuestro Señor de cielos y tierra”. Los indígenas pidieron para el mismo fin manifestando que ellos siempre han pagado el tributo y están llenos de miseria y pobreza y “no alcanzamos tal vez para siquiera comer una comida de masa y agua sin más que la sal y aguantamos para guardar el cuartillo que nos cae de nuestro puro trabajo para el tributo; a esto se agrega que si no lo pagamos pronto se nos vende, por orden del corregidor, nuestra ovejita, nuestro caballito en el que salimos a buscar la comidita y nos quedamos en el aire sujetos a padecer azotes y cárcel por el tributo”.
Insistieron los indígenas con su abogado protector y en septiembre de 1802 le escribieron al virrey Antonio Amar y Borbón para contarle que después del incendio ellos habían construido la iglesia de paja, y ahora pedían se les ayudara para construirla de teja como antes la tenían. Dos años después le manifestaron, que el cura Eustaquio Parra decía que la compostura él la había costeado de su pecunio, pero que le preguntaran al maestro y oficiales y que el cura dijera a quién le había comprado las ocho vigas y la paja que se habían utilizado. Le pedían, además, que autorizara los tributos de cuatro años de 93 indios para componer la iglesia y techarla de teja con sus maderas correspondientes.
En enero de 1805, el corregidor Ignacio de San Miguel nombró a Miguel Velandia, perito en carpintería, quien determinó que la madera, vigas, clavos, utilizando los materiales que había y comprando el resto, tendría un costo de 1.348 pesos, “fuera de la mantención y de enmaderar todo el cañón de la iglesia y capilla mayor”. Andrés Gómez, perito en albañilería, informó que las tapias estaban todas vencidas, hacer la capilla del baptisterio de nuevo, el arco toral, subir cinco cuartas la capilla mayor, a todo costo, con peones, adobe y cal y canto, lo haría por 940 pesos, sin la teja, que se necesitaban 12.000, pero que los indios ya tenían hechas 6.000 y 4.000 adobes; pero esta propuesta no se realizó. Por este tiempo el cura Parra había recibido 300 pesos del Real Erario para la obra de la iglesia.
Don Juan Nepomuceno Pacífico Suárez en octubre de 1805 hizo postura en 3.500 pesos; que le dieran 1.500 para comenzar, porque se necesitaba “prevenir mucho material”, 1.000 pesos “cuando estuviera la obra en mita(d)” y los otros mil para terminarla. Se obligaba a hacer: altozano, torre, bautisterio, coro, cañón de la iglesia hasta el arco toral, añadirle cinco cuartas de alto, la capilla mayor hacerla desde la sepa, dos naves con sus arcos y su sacristía al respaldo, puertas y ventanas, con “el bien entendido que se va a hacer la iglesia de piedra, ladrillo y tapia, entejada, empañetada y enladrillada” porque la que hay, está “empajada y cuasi en el suelo, de modo que aquello no es iglesia sino un caney que amenaza ruina”.
El abogado protector recordó que el cura Eustaquio Parra tenía arrendado el “potrero de Orgóniga” y se decía que había un sujeto que podía pagar 400 pesos de arriendo y ese dinero se podía invertir en la obra de la iglesia; el apoderado del cura informó que en el año 1802 los indígenas estaban muy pobres y el presbítero Parra con el corregidor hicieron un reconocimiento del resguardo y después de un avalúo, su cliente arrendó “el potrero” por nueve años a razón de 225 pesos anuales y como sólo llevaba tres, no se podía proceder al nuevo arriendo. El Fiscal protector respondió que el cura Parra y el corregidor no tenían facultades para hacer dicho arrendamiento por no haber consultado al “superior gobierno” y respecto a la propuesta de Don Juan Nepomuceno Pacífico, que la reformara porque según la norma, el primer pago no podía superar la tercera parte del costo total.
De esta manera, para arreglar el desastre de la iglesia de los pueblos indígenas del Cocuy y Panqueba, las autoridades indígenas, el cura y el corregidor, tuvieron que hacer una serie de peticiones al Virrey en documentos que se llevaban a Santafé y volvían; procedimientos, avalúos, declaraciones y cuentas que en ocasiones no resultaban claras, y por esto, la reparación de la iglesia nada que progresaba. Los españoles dueños de estancias en las inmediaciones del resguardo, ya habían creado la parroquia de vecinos de El Cocuy en 1748.
Otro gran incendio ocurrió en el resguardo de Guacamayas (A.G.N. Fábrica de iglesias, T. 13 fs. 810 r.-831v.). En 1803 los indígenas y el Fiscal Protector, Don Gabriel de Vergara, informaron al corregidor don Mariano Vargas Machuca, que el día 27 de septiembre a eso de las 6 y media de la tarde “se nos quemó la Santa Madre Iglesia”, porque en medio de un aguacero cayó un rayo sobre el techo del templo y como era de paja, fue imposible apagarlo. El cura doctrinero Gregorio José Mejía dijo que corrieron a apagar el fuego pero únicamente se rescató a Nuestro Amo y Señor Sacramentado, algunas efigies y unos pocos ornamentos; se quejó de los indios pues los que aparecieron “estaban tan preocupados de la embriaguez que más impedían que lo que hacían”.
Así mismo el corregidor informó que él pasó inmediatamente al pueblo y encontró que el incendio redujo a cenizas el techo y el púlpito, sacaron algunos tabernáculos, pero se quebraron. “La imagen del santo patrono, San Diego de Alcalá” quedó completamente inútil, las paredes por ser de estantillo y rafa se arruinaron y “la custodia padeció detrimento”. Fue necesario depositar las “especies sacramentales en la parroquia vecina (El Espino creada en 1791), quedando el pueblo a más de su pobreza, en “lastimosa consternación”.
La situación era crítica pues el corregidor decía que “los indios son tan pocos que ellos por sí son incapaces de hacer iglesia”, el hambre, la peste y las viruelas los tienen atrasados con los tributos y los vecinos españoles arrendatarios de los indios, que no pasan de 20, la “pobreza los tiene en paralelo con los indios”. El fiscal protector pidió auxilios para la obra de la iglesia a las autoridades de Santafé; el corregidor convocó a los vecinos para que dijeran en qué podían colaborar y respondieron que solo con su trabajo; el cura afirmaba que los indios están atrasados con los tributos, no acuden a misa y tampoco quieren pagar las limosnas de las cofradías; no obstante, ellos afirmaron que ya estaban “aprontando la madera para volver a levantar la Santa Madre Iglesia” y que tenían las contribuciones de las tres cofradías sin faltarle en nada al pastor”.
En diciembre de 1803, el corregidor nombró a Andrés Gómez, vecino de la Uvita y oficial de cantería, como “avaluador” en los gastos de la construcción de un nuevo templo; se hizo el plano y la iglesia tendría 36 varas de largo y seis de ancho con sacristía y baptisterio; sus paredes serían de cal y canto y rafa, de adobe y tapia, con su campanario, por un valor de 2.700 pesos y se nombró a Francisco Sepúlveda para el avalúo de carpintería. En diciembre de 1803 el corregidor citó a cinco vecinos para averiguar la situación. Una de las preguntas era: si a los indios le sobraba tierra y si se podía vender la mitad del resguardo y con ese dinero reconstruir la iglesia, todos contestaron que sí, que el resguardo era extenso y corto el número de indios.
En las gestiones por buscar dinero, se recordó que en 1789 el alcalde del pueblo indio, Miguel Mosca, había enviado al Virrey una reclamación, pues en el resguardo había un copioso número de vecinos que no pagaban el valor del arriendo y exigía que el corregidor interviniera para que se hiciera efectivo el pago, se liberaran las tierras y se les diera testimonio de los títulos. El alcalde de españoles don Luis Blanco afirmó que en 1790 él había entregado al señor cura, en tres contados, un total de 575 pesos, 7 1/2 reales, porque los indios habían dicho que lo querían para su iglesia, pero no aparecía el recibo.
En abril de 1809 el cura Gregorio de Mejía, pedía al comisionado que se vendiera un potrero que los indios tenían en la parroquia del Espino, que desde la visita de 1755 se había ordenado su venta. En agosto llegó la aprobación de Santafé ordenando la venta del potrero y que el producto se reuniera con 200 pesos, novena parte del diezmo, y todo el dinero se depositara en una persona de confianza mientras comenzaba la obra.
El más grave de estos desastres fue el ocurrido en Chita. (A.P.CH. Libro 4° General de Indios, f. 280 r. v.) El poblado indígena de este resguardo estaba ubicado en el noroeste del Valle de la Candelaria, hoy Pueblo Viejo. Cuenta Fray José Martínez de Oviedo, cura doctrinero, que el 25 de enero de 1706 “en la noche hubo una terrible tempestad de agua, truenos y rayos que parecía el juicio pues corrió un terremoto de agua y tierra que le pusieron por nombre volcán, que movió todo el pueblo y rajó la iglesia (…) y a intersección de Nuestra Señora de la Candelaria y milagro de nuestro Padre San Agustín, se detuvo encima del pueblo”. El “terremoto” dejó de correr el 15 de septiembre, por esto los indígenas tomaron este día para celebrar la fiesta de San Agustín y con el trabajo de mucha gente se le hizo una capilla en el sitio donde paró “el terremoto”, para que “sirviese el Santo glorioso de muralla fuerte”.
Dieciocho años después, Fray Bonifacio del Prado narra que el 27 de noviembre de 1724 le sobrevino al pueblo otro terremoto de agua y tierra que también llamaron “Volcán”, que corrió hasta el 30 de enero del año siguiente. En estos dos largos meses de calamidad, los habitantes le pidieron que sacara de la iglesia a “Nuestra Señora de la Candelaria” y en procesión con San Agustín y con Santa Catharina, como patrona del pueblo, y con la asistencia de todos los naturales y muchos vecinos, con rogativa, luces y penitencias los llevaron a la capilla que le habían hecho a San Agustín, como patrón del volcán.
Por diecisiete días y algo más, los habitantes visitaban la capilla, rezaban y cantaban salves día y noche; todas las tardes las mujeres y viejos rezaban el rosario mientras los indígenas y los blancos de la vecindad trabajaban para que el agua corriera y no se hundiera el pueblo, porque en la noche y día venían más de seis crecientes poderosas de barro y piedra, trayéndose tras de sí [parte d] el cerro de la Cruz, y el cerro de El Doctor por el otro lado, de suerte que se crecieron tres lagunas, “que ni mares”. Detrás de la iglesia de San Agustín se hizo un promontorio de la tierra que se vino de los dos cerros y gracias al trabajo de naturales y vecinos la laguna desaguó en la quebrada de Gusaneque.
Se hubiera hundido el pueblo porque dicha laguna se llenaba con el agua de las dos quebradas: la del Volcán y la del Doctor, y otra quebrada que llaman de La Peña, y por milagro de la Vir gen de la Candelaria, de San Agustín y de Santa Catharina, a quienes también les cantamos sus misas, permitió Dios que el cerro reventara hacia la parte de Vichacuca, asolando y llevándose consigo muchas labranzas con 26 casas, fuera de ranchos y cocinitas, “abriéndose la tierra y caminando como cosa viva” hasta tapar el camino real que va a Tunja; también se formaron unas grietas enormes como fosos a dar hasta el río que va a Cheva; además de la lluvia se levantó mucho polvillo, se perdieron las cosechas de trigo y maíz y los viejos contaban “que con este eran siete los volcanes que habían conocido”.
El “terremoto” hizo pedazos la iglesia por los costados, reventó los arcos del pórtico, dividió el caballete del coro, en la fachada abrió dos rajas partiendo el techo en tres partes; bajaron “crecientes poderosas de barro y piedra” que se llevaron el baptisterio y la sacristía; derribó las casas del cura; el ruido y bramido que hacía la quebrada no se puede explicar. Un manantial de agua brotó donde estaba la despensa y otro detrás de la iglesia. Sólo por obra de Dios y María Santísima no se hundió el pueblo, porque la tierra se movió muchas veces y el ruido se oía por debajo de la tierra.
Siete meses después, los caciques y alcaldes del resguardo enviaron una carta al corregidor del partido, Don Fernando de Caicedo y Solabarrieta, donde le informaban todo lo referente al “terremoto y volcán”, y pedían que se nombraran “alarifes y hombres inteligentes” para que certificaran, bajo juramento, el terrible estado de la iglesia y así ellos acudir a donde fuera para solucionar esta calamidad, pues aunque el cura les estaba aplicando los sacramentos temían que en un día festivo se cayera la iglesia sobre toda la gente, “lo cual les traería grandísima ruina”. Así fue, a los dos días el corregidor llegó con don Gerónimo de Mogollón, maestro de arquitectura y tres vecinos que sabían de construcción e hicieron el avalúo de los daños y de los costos para su reparación. (A.G.N. Fábrica de Iglesias, T. 1. fs. 867 r. v.)
Don Domingo Núñez, Protector de Naturales, a nombre de toda la comunidad indígena, solicitó en agosto de 1725 a Don Antonio Manzo Maldonado, Mariscal de Campo, Presidente, Gobernador y Capitán General de Santafé, el traslado del poblado “al sitio del Ensayadero” en tierras del resguardo. La licencia les fue concedida el 22 de septiembre de 1725; en ella se ordenó al corregidor, a petición del Protector de naturales, que los terrenos asignados para el poblado tuvieran las cuatro leguas que prevenía la ordenanza en estos casos y que para el cuidado de los ganados se les diera una estancia de ganado mayor para potrero y así evitar los daños en las cementeras; también se ordenó que los indios “hagan sus ranchos y ferias en los sitios más al propósito e inmediatos a la iglesia y hasta que no esté todo ejecutado no permitirá se pasen para que no experimenten ninguna incomodidad ni tengan dimisión ninguna” (Ibid. f. 885 r.)
La iglesia era el eje en torno al cual se construiría el nuevo poblado; en febrero de 1726 se hizo un primer remate por 4.000 patacones, pero fue desaprobado por el gran costo; en 1728 Don Bernardo de Santiesteban presentó un plano de la iglesia que él construiría por 2.000 patacones (Ver Anexo 1), pero como no demostró interés de iniciar la obra, el remate finalmente se otorgó a Don Tomás Muñoz vecino de Santafé y residente en el valle de Chita, quien ya había iniciado la construcción de la casa cural, contaba con un tejar y tenía piedra rajada y labrada y la “traza” había sido consultada con el cura, con los vecinos principales y los caciques indígenas. El valor del remate, como era la costumbre, se repartió en tres partes iguales, una se asignó a la Real Hacienda, otra al encomendero Doña María Ana Dávila quien renunció a los tributos mientras cumplía con la cantidad y los indios debían trabajar en la obra, y la tercera a los vecinos, a quienes se asignó una cantidad de acuerdo con sus posibilidades.
Cuando el padre Silvestre Hidalgo hizo la visita al curato de Chita en 1727 y vio las condiciones del pueblo y de la iglesia, ordenó al cura doctrinero “pase cuanto antes a la otra banda del río del Molino donde tiene hechas casa, y que allí haga hacer una iglesia de paja para asegurar las alhajas y las vidas, y que diga allí misa, interín que hubiere forma de hacer iglesia de teja”. (Amaya, 1930, p. 63); pero fue hasta enero de 1734, cuando el corregidor del partido certificó que el Padre Francisco de Arce comenzó el transporte del “pueblo”, que había construido, a su costa, un convento y que comenzó a edificar la iglesia que es de 52 varas de largo por 10 de ancho y el cuerpo de dicha obra está en altura de dos varas y media; que no ha tenido más ayuda en dinero que “seiscientos sesenta y cinco pesos y unos reales que se libraron de las Reales Cajas.” (A.G.N. Fábrica de Iglesias, T. 1 f. 868 v.)
Sin embargo, en 1755 el visitador Berdugo y Oquendo informó: “ví y reconocí la obra de la iglesia nueva que está de bella fábrica y en paraje mucho mejor que la antigua, la que está del todo cayéndose y manteniéndose a fuerza de muchas vigas y puntales, de tal suerte que causa miedo entrar en ella, por lo que consideré era indispensable la prosecución de la nueva iglesia” (Visitas Boyacá T. 7 f. 930 r.), pero en 1763, los indígenas representados en el Fiscal de Naturales, solicitaron al Virrey, ordenara al corregidor nombrar alarife, carpintero, herrero, para decidir si se reparaba la iglesia antigua o se terminaba la construcción de la nueva; reconstruir la antigua costaba 2.000 patacones (el patacón era equivalente al peso de ocho reales), y seguir con la obra nueva, 800 patacones, más el trabajo de los indígenas y los materiales; por esto decidieron terminar la nueva. Finalmente se hizo el remate de la obra en 850 patacones; se trajeron los materiales que servían de la iglesia vieja y los vecinos aportaron en dinero y en géneros como sal, miel, panela, frazadas y carneros. (A.G.N. Fábrica de Iglesias T. 15, fs. 10 r - 70 v.)
En 1771 don Ignacio Cano declaró que había entregado la iglesia entejada, enmaderada, acabada de cal y canto y empañetada por dentro. (A.H.B. Leg. 253, fs. 18 r.-22 v.) La obra de la iglesia continuó con el trabajo y la ayuda económica de indios, vecinos y curas doctrineros; en el informe de la visita pastoral de 1800 se registraron los siguientes adelantos: “la enladrilladura de la iglesia”, “una capilla de Ntra. Sra. del Rosario”, el pasadizo y puerta para la sacristía”, “la capilla del Señor Crucificado de la Salina” en la que también colaboraron los forasteros devotos. (A.P.CH. Libro de Bautismos 1791-1803. Fs. 23 v.-24 v.)
De esta manera, en torno al traslado del poblado y a la construcción de la nueva iglesia se tejieron una serie de actividades y trabajos de cooperación, donde participaron nativos, blancos y mestizos, reflejando que las relaciones interétnicas en el marco de la realidad local fueron debilitando la separación de indios y de españoles, promovidas por las leyes de segregación desde el siglo XVI, y donde el “poblado de indios” va siendo ocupado por las autoridades españolas y vecinos prestantes y los indígenas van retornando a su antigua población; las parcialidades del resguardo y las estancias de blancos van a conformar las veredas de la actualidad. (Bonilla, 2003, pp. 95-97)
Investigando las causas de los fenómenos ocurridos en el gran “terremoto y volcán” se consultó un estudio de INGEOMINAS (Mosquera, 1986), cuando las autoridades, en cabeza del Alcalde Luis Alejandro Salazar Monguí, solicitaron la intervención del gobierno, pues desde hacía muchos años, especialmente en los últimos 10, se venían presentando deslizamientos de gran intensidad en el sector del Puente del Ríoblanco, Vereda Parroquita, área de Gusaneque, Dímisa, Chipabetel Centro, Barranco Amarillo y El Espejo.
El geólogo Darío Mosquera informó que antiguos habitantes de Chita le contaron que: “desde hace más de 50 años existe un sistema de regadío artesanal en las áreas rurales; el derrumbe de Dímisa era activo entre 1948 y 1950 y por esa época el Río Negro tenía un cauce subterráneo; el deslizamiento de Chipabetel “venía desde hacía más de 40 años”, incrementándose en época de invierno; los desplazamientos de casas y árboles llegando hasta 200 metros, “ocurrían desde hace siete u ocho años”. Respecto al desplazamiento de tierra en el río Loblanco, el alcalde informó que en una ocasión el fenómeno provocó el taponamiento del río y el puente quedó totalmente cubierto de agua.
Algunos argumentos del estudio de INGEOMINAS son: la zona urbana de Chita está ubicada a mitad de la ladera entre el alto de Jerusalén a 3.820 m.s.n.m. y el río Loblanco a más o menos 2.500 m.s.n.m. El área de los alrededores del casco urbano presenta una topografía suave y ondulada mientras que los escarpes son muy fuertes y pronunciados hacía el río Loblanco y el Cerro de Jerusalén y donde los procesos de solifluxión y remoción de masas son frecuentes. La geomorfología presenta pendientes erosionadas por los ríos Loblanco, Peñablanca y Río Negro; la quebrada de Gusaneque y el río Peñablanca drenan el casco urbano. Precisa en cinco puntos los deslizamientos: 1. Puente Río Loblanco, 2. Vereda Parroquita, 3. Área de Gusaneque, 4. Área Río Negro, 5. Chipabetel Centro. (Ver Anexo 2)
En el aspecto geológico el terreno presenta numerosas fallas, entre ellas, la de Dímisa con la dirección de los buzamientos de las rocas en favor de la pendiente, y la falla que sigue la dirección de la Quebrada Materroso hasta su desembocadura en el Río Loblanco, sector donde los taludes están erosionados por el proceso natural de socavamiento del río. En las inmediaciones del puente se encuentra un terreno afectado que podría llegar a las 20 hectáreas y la carretera de Chita a la Uvita se ha desviado varias veces.
Así mismo, hay una serie de diaclasas o fracturas en las rocas que permiten la infiltración de las aguas de escorrentía y de las que corren a través de los canales de riego rural, y la causa primordial de desestabilización la constituyen “unos depósitos cuaternarios glaciales y fluvioglaciales localizados sobre rocas más antiguas de carácter generalmente impermeable que impiden la percolación del agua y forman un plano ideal de deslizamiento”. A estas causas se suman: la deforestación agravada por las quemas en los meses de verano, el sistema de regadío artesanal con zanjas excavadas directamente sobre el suelo, sin revestimiento y con pendientes pronunciadas que permiten alta infiltración de las aguas, especialmente en los meses lluviosos de abril y mayo, y también la salida del cauce de las aguas conducidas.
Todos estos factores, según el geólogo Mosquera, ocasionan que poco a poco las capas del suelo y el subsuelo se vayan empapando y el terreno pierda estabilidad y “una vez empapado el subsuelo tarda años en secarse y cualquier deslizamiento incipiente acelera su actividad”. Por esto es prioritario: revestir los canales de riego, evitar las técnicas agrícolas ancestrales, drenar las lagunas que se encuentran en el área, y sembrar árboles nativos, sobre todo en las cabeceras de los ríos y en las coronas de los deslizamientos.
Se retoma el período de estudio para concluir, que los incendios de las iglesias de los pueblos o parroquias de indios del Cocuy y Panqueba, de Guacamayas, y el “terremoto y volcán” en la parroquia de indios y de vecinos de Chita, ocurrieron en medio de la inexistencia del pararrayos, de estudios geológicos y de políticas de prevención de riesgos, y ocasionaron momentos de angustia, zozobra, carestías y hambre. La devoción a los santos evidenció sentimientos, creencias y actitudes particulares al afrontar los desastres naturales, expresados en el trabajo solidario, la oración y el clamor individual y colectivo de indígenas, blancos y mestizos de la comarca afectada, "...de esos lugares en los que se refugia lo "sagrado popular", donde la comunidad entra en contacto directo con la divinidad por intermedio de un santo" (Vovelle, 1985, p. 63.), como argumento esencial en la mentalidad de sus habitantes.
El protagonismo de los indígenas en estas calamidades fue muy importante, porque "el resguardo indígena" como institución dentro del marco político administrativo local, era notable; los indígenas siempre manifestaron su persistencia, generosidad y abnegación en la reconstrucción de sus iglesias a pesar de la crítica situación económica, de salubridad y la opresión en que vivían, pero, a la vez, su interacción con blancos y mestizos se articuló en el tejido social que, con los años moldeó el temperamento, el carácter y el emprendimiento de las gentes del Norte de Boyacá
Así, la reconstrucción de los daños de los desastres fue lenta, las condiciones materiales, los medios de comunicación tan difíciles, la centralización en la toma de decisiones, los intereses particulares de las autoridades locales, que, en ocasiones, entorpecieron los procesos, pero hoy se levantan las iglesias como testigos mudos, y en cada piedra, en cada peldaño y en toda su grandeza, guardan siglos de historia de generaciones que dejaron allí, su esfuerzo, desvelo y entusiasmo.
PD. Mis agradecimientos a Beatriz Bonilla Sepúlveda, Magíster en Lingüística, por sus sugerencias en la lectura del texto.
Anexo 1. Plano de la Iglesia de Chita hecho por Bernardo de Santiesteban en 1728. Archivo General de la Nación. Mapoteca N°4, Ref 132A-Bis.

Anexo 2. Esquema Topográfico de Áreas Afectadas en el Municipio de Chita. Darío Mosquera INGEOMINAS, 1986. p. 21

BIBLIOGRAFÍA
FUENTES PRIMARIAS
Archivo General de la Nación:
Fábrica de Iglesias Tomo 1, 13, 15
Visitas Boyacá Tomos 7, 19
Archivo Parroquial de Chita.
Libro 4° General de Indios.
Libro de Bautismos de Españoles e Indios. (1791-1803)
Archivo Regional de Boyacá:
Fondo Archivo Histórico de Tunja, Legajo 253
BIBLIOGRAFÍA CONTEMPORÁNEA.
Amaya, Martín. (1930) Historia de la Parroquia de Chita. Tunja: Imprenta Departamental.
Bonilla, Alba Luz. (2003). Espacio y poblamiento en el Resguardo Indígena de Chita. Historia Crítica N° 26, Uniandes, Bogotá.
Herrera, Marta. (1996) Poder local, población y ordenamiento territorial en la Nueva Granada. Siglo XVIII. Santafé de Bogotá: Archivo General de la Nación.
Jurado, Jurado, Juan Carlos. Terremotos, pestes y calamidades. (2011) Del castigo y la misericordia de Dios en la Nueva Granada. Siglos XVIII y XIX. EAFIT Medellín Colombia.
Mosquera Torres, Darío. (1986) Reconocimiento Geotécnico de los deslizamientos de las zonas rurales del municipio de Chita. INGEOMINAS.
Salcedo Hurtado, Elkin y Gómez Capera Augusto Antonio. (2013) Estudio macrosísmico del terremoto del 18 de octubre de 1743 en la región central de Colombia. Univalle. Boletín de Geología Vol. 35, N° 1.
Instituto Geográfico Agustín Codazzi. Plano del Municipio de Chita. 1990.
Ocampo López Javier. (2001) El Imaginario en Boyacá. La identidad del pueblo boyacense y su proyección en la simbología regional. Universidad Distrital. Bogotá.
Vovelle Michel. (1985) Ideologías y mentalidades. Editorial Ariel, S.A. Barcelona.
Wiesner Gracia, Luis. (1981) Historia y producción del resguardo indígena de Cota (Cundinamarca) 1538-1876) Tesis (Antropólogo) Uniandes. Bogotá.



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